Este tendría que haber sido un blog de vuelta, de esos en los que hablamos de vacaciones, de playas, de viajes y de cómo regresamos con las pilas cargadas. Pero no podemos —y no debemos— hacer la vista gorda y pasar por alto el genocidio que se está cometiendo en Gaza.
En las últimas semanas, la ofensiva israelí ha vuelto a mostrar su rostro más cruel: hospitales bombardeados, familias enteras sepultadas bajo los escombros… Y entre las víctimas, periodistas que, armados únicamente con una cámara o una libreta, intentaban contar al mundo lo que sucede. Informar se ha convertido en una sentencia de muerte en la Franja y, aun así, hay quienes, desde dentro, siguen arriesgando cada segundo para que la verdad no quede enterrada.
La Comisión para la Protección de Periodistas ha contabilizado ya más de 250 reporteros y trabajadores de medios asesinados desde el inicio de la guerra. No hablamos sólo de un ataque contra la libertad de expresión: hablamos de un ataque directo contra el derecho de toda sociedad a saber, a comprender y a no ser engañada por el silencio impuesto.
Pero Gaza no es sólo un cementerio para periodistas. Es un lugar donde la población civil vive sin refugio, sin acceso a atención médica, sin agua, sin luz, sin comida… Donde los bombardeos no distinguen entre un combatiente y un bebé recién nacido. Y frente a este horror, la comunidad internacional responde con comunicados tibios, gestos diplomáticos y una quietud que duele casi tanto como las explosiones.
No podemos volver de las vacaciones y fingir que no pasa nada. No podemos seguir compartiendo imágenes de atardeceres y playas sin dedicar, al menos, un instante de nuestra voz a quienes no tendrán nunca la oportunidad de vivirlos. Callar es ser cómplice. Y aunque estemos lejos, aunque parezca que nuestras palabras no cambian nada, el silencio nunca ha salvado vidas.
Totalmente de acuerdo